Hay algunos indicios de que la propuesta formulada a los bonistas puede ser el comienzo de una negociación. Uno de esos datos es que, un día antes de ser presentada, había trascendido que el Gobierno iba a propiciar un plazo de gracia de cuatro años para reanudar los pagos de la deuda, mientras que finalmente ese período fue de tres. No es un cambio significativo, en función de que muchos bonistas podrían preferir recurrir a la justicia neoyorquina, con la esperanza de que ésta falle a su favor antes de que se cumplan aquellos tres años. Pero no deja de ser un gesto.
Del mismo modo, hay que pensar que, si el Gobierno estuviera pensando en llevar a la Argentina al default, al menos esta propuesta fue hecha de manera más razonable que aquel anuncio del efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá hacia fines de 2001, ante una Asamblea Legislativa que aplaudió de pie la declaración de la cesación de pagos.
El nuevo relato oficial apunta a que la propuesta de renegociación de la deuda no sea vista como un capricho o una bravuconada, sino como el resultado de la imposibilidad de pagarla.
Pero también la narrativa oficial incurre en un error, propio del populismo, cuando la comunicación del Ministerio de Economía señala todo lo que se puede hacer con los 4500 millones de dólares que “potencialmente” se ahorraría el país si no paga los vencimientos del presente año. Entre esos beneficios, menciona que se podrían comprar más de 386.000 respiradores de industria nacional; aumentar 3,2 veces el presupuesto del Ministerio de Salud; aumentar 1,7 veces el gasto mensual en jubilaciones y pensiones; asignar 93,4 millones de AUH , 57,9 millones de Tarjetas Alimentar (actualmente hay 1,1 millones) y 29 millones de Ingresos Familiares de Emergencia (IFE).
Hay en esa aseveración de la cartera económica una falacia, por cuanto si el Gobierno está comunicándoles a los acreedores que no dispone de los recursos para afrontar vencimientos de deuda por 4500 millones de dólares, que carece de acceso al crédito para emitir nueva deuda y que no habrá superávit fiscal, tampoco tendría semejante cantidad de fondos para aumentar el gasto social.
El Gobierno cree contar a su favor con el impacto mundial de la pandemia del Covid-19 . No fue casual que el Ministerio de Economía se apurara a anunciar, en un comunicado, que los integrantes del G-20 avalaron la suspensión temporal del pago de la deuda para los países más pobres, a fin de permitir a las naciones más vulnerables concentrar sus esfuerzos en la lucha contra el coronavirus. La esperanza de Guzmán es que, una vez oficializada la propuesta argentina en la comisión de valores de los Estados Unidos, reciba una declaración de apoyo del FMI.
Distintos analistas económicos, como el economista Rodolfo Santángelo , coinciden en que si la oferta del Gobierno es el inicio de una negociación podría haber una tenue luz al final del túnel. Si, en cambio, se está ante una propuesta irreductible, que implique decirles a los acreedores “Tómala o déjala”, las autoridades nacionales se estarían autocondenando al default. Y sostienen que una declaración de default, sumada a los efectos económicos de la pandemia, conformarían un cóctel explosivo.
Para otros economistas, como Mariano Sardáns , estamos ante “una propuesta para el default” y “si vamos al default, el único final feliz será para quienes recurran a los tribunales de Nueva York, porque tarde o temprano van a cobrar con intereses resarcitorios del 9 por ciento anual, por cuanto la Argentina tiene un prontuario que la convierte en defaulteadora serial”.
Oír de boca del ministro de Economía todo lo que la Argentina podría hacer con el dinero que no les pague durante tres años a los bonistas puede sonar como música para los oídos de una dirigencia política acostumbrada a propiciar un gasto público que esté muy por encima de los recursos tributarios. Pero un default unilateral puede tener otras consecuencias para la economía en general, como el cierre de líneas de crédito internacionales para empresas argentinas como YPF u otras que busquen invertir en Vaca Muerta, así como serias dificultades para acceder a créditos para el comercio exterior.
La conclusión de distintos analistas financieros es que asustar al acreedor para negociar desde una mejor posición puede ser lícito. Pero enamorarse de la posibilidad del default puede resultar muy peligroso.